viernes, agosto 29, 2008

La espectacular crónica de la visita del Dr. Boiffard y la cámara CANON IXUS 700 con Irene acoplada a Berkeley (Parte 2)

Tras volver del viaje al Parque Natural de Sequoya, donde el plan para asesinar a la Irene acoplada a la Ixus resultó tremendamente fallido, nos recuperamos como pudimos en el hogar de Berkeley. El lunes siguiente hicimos una visita a la temible ciudad de Oakland, tomada por peligrosos criminales y bandas callejeras, que es donde la Selia trabajaba. Sólos, desarmados, y con nuestra cara de guiris, nuestra vida corría un indudable peligro, con lo que tuve que instalar a escondidas un arma láser en el único sitio que sabía que podía tener a mano en caso de problemas: la cámara Ixus 700. Menos mal que al final no tuve que usarla, pues nuestro único encuentro con las temibles bandas callejeras fue a través de dos raperos amateur que nos insistieron para comprar su maqueta, que resultó bastante mala. Sorteando todos los peligros, conseguimos llegar hasta el lugar donde Selia realizaba su labor profesional, y nos llevó a comer unos burritos de tamaño descomunal a un lugar bastante curioso. Tras escoltarla de nuevo de vuelta al curro, la Ixus 700 y la Irene acoplada y yo, terminamos de inspeccionar la zona y finalmente volvimos a Berkeley, donde ya a salvo, quité el arma acoplada que instalé en la Ixus 700 sin que Irene se diese cuenta.

Durante la siguiente semana, como Miguel y Selia trabajaban, la cámara Ixus 700 con Irene acoplada y yo fuimos haciendo distintas visitas a la ciudad de San Paquito, con la intención de no dejar nada sin ver. El martes vimos la zona del puerto, donde adquirimos unos billetes para visitar Alcatraz, y subimos a la framosa torre Cuit, donde el número de turistas españoles era bastante considerable: era como estar en el faro de Moncloa, oyendo esas características voces a gritos que chocaban frontalmente con el tranquilo hablar de los autóctones. Tras bajar de la torre, visitamos de nuevo el centro. Allí, tras horas discutiendo a gritos dónde comer algo, mi madre hizo muy buenas migas con una homeless puertoriqueña (N. del T: una mendiga, vaya) que se nos acercó a recomendarnos un pequeño quiosco donde la comida nos salió por un dolar. Sin duda las inquietudes culinarias de la pobre mujer no eran de lo más exquisito, pero por lo menos el dilema de la comida se terminó gracias a su intervención. Mi madre, emperrada en negar la realidad, ignorando el olor y las pantuflas de la buena mujer, insistía en que no era una homeless y por lo tanto no le dimos ni un duro.

El dia siguiente la zona a visitar era Mision Dolores, el barrio gay, High-Astbury y finalmente el Golden Gate Park, en una tremenda ruta que nos dejó muertos. El indudable buenrollismo y nivel de colgados que pudimos ver en High-Astbury, el barrio jipi por excelencia, me fascinó tremendamente. La ocasión no dejaba dejar tirada a la Irene acoplada a la Ixus para irme a cortejar a alguna de las preciosas jipis con olor a marihuana que nos encontrábamos al paso y que nos sonreían gratuitamente, pero ganas no faltaron. Si alguna vez vengo a vivir a esta ciudad, ya se por dónde empezar a hacer amigos. Esa noche volvimos a Oakland para ir al famosísimo club de jazz Yoshi's, donde pudimos disfrutar de un agradable concierto de John Santos y su quintento. El lugar era impresionante, ya que parecía sacado de las películas de mafiosos de Al Pacino, con sus sofás redondos, sus mesas a distintas alturas y ese ambiente elegante y decadente al que todo lugar regentado por mafiosos puertoriqueños aspira. El concierto fue una maravilla, ya que, entre otras cosas, el mítico percusionista cubano Armando Peraza formaba parte del público, y fué invitado a subir a tocar un bis. Sin duda el espectáculo de ver a un anciano de 84 años (que tuvo que necesitar ayuda para subir al escenario) improvisar sobre las congas como si los años no pasasen por él, fue una de las cosas más gratificantes e inesperadas de aquella inolvidable velada.

El día siguiente, jueves 12 de Julio de 2007, fue uno de los días que más pateamos The City, viviendo espectaculares aventuras que nunca olvidaremos. Tras un paseo por los barrios de Nob Hill y Pacific Heights, plagados de hermosísimas casas victorianas con espectaculares jardines, cogimos el autobús para ver la parte final del Golden Gate Park, que desembocaba en la playa. Allí, por fin, tras un paseo de casi un kilómetro por la arena de una playa infinita que se extendía por ambos lados hasta donde alcanzaba la vista, pudimos mojar los pies en el ansiado mar de mares, el legendario Oceáno Pacífico. A la vuelta, a través del parque, nos perdimos. Deambulando por los frondosos bosques, asustándonos mutuamente con los mendigos que los poblaban, dimos por fin con la carretera que lo atravesaba por la mitad, que nos sirvió para orientarnos y llegar hasta el otro lado, en un interminable paseo de casi dos horas y media. Para rematar la incursión diaria a San Francisco, volvimos hasta el centro a visitar el principio de la mítica calle Lombard, famosa por sus serpenteantes curvas, que tan míticas persecuciones absurdas ha proporcionado al cine.

A la vuelta, tuve la genial ocurrencia de entrar en la Iglesia de la Cienciología, ya que los ridículos y cutres locales de Madrid no tienen ni de lejos el aura de misterio que rodeaba el edificio de San Francisco. Haciéndonos pasar por los típicos tontolapollas que caen en las redes de esta secta, muy ingenuos nosotros, dimos palique a un pobre feligrés afroamericano que se encontraba en la puerta hasta que nos invitó a pasar. Por dentro, el sitio era espectacular, la pasta que la secta sacaba a sus miembros se empleaba bastante en una decoración muy ostentuosa y había una especie de capilla que ponía los pelos de punta, al estilo de las iglesias cristianas, pero con un busto de Ron Hubbard presidiendo, en lugar de un cruficijo. Tras darnos la chapa un ratito, decidieron meternos en una sala de cine, donde nos proyectaron una película bastante coñazo que supuestamente servía para captar a la gente, y que narraba la historia de un jugador de Fútbol Americano que se quedaba lisiado tras una buena hostia en un partido. Encerrado en el hospital, los malos de la película eran los médicos y psicólogos que, lejos de salvarle, eran descritos como una especie de científicos locos y psicópatas que se encargaban de experimentar con los enfermos. Pero claro, allí estaba el genial libro de Ron Hubbard y las dianéticas dichosas para salvarle de tan incómoda situación. La lectura del libro consiguió lo que no pudieron los profesionales médicos: volverle a hacer andar. Y andando, huyó de los malvados médicos que intentaban a toda costa retenerle en el hospital para Dios sabe qué monstruosidades hacerle, que seguramente dejasen al dr. Josef Mengele como un santo. Aunque el final feliz del nefasto film nos dejó un buen sabor de boca, tras los créditos finales nos dimos cuenta de la dramática situación en la que nos encontrábamos: encerrados en un cine en el local de una secta. Como no nos venían a abrir, nos temíamos lo peor ¿estaríamos encerrados? ¿Cual sería el siguiente paso en el proceso de captación? ¿Nos pondrían unos electrodos en el cerebro? ¿Nos drogarían con alucinógenos para ponernos otro video más agresivo? Finalmente, armado de valor, decidí intentar abrir la puerta. Probablemente por un descuido del personal, se encontraba abierta, por lo que pudimos salir. Gracias a las extraordinarias dotes de infiltración y camuflaje adquiridas tras tantos años jugando a videojuegos de espías, pudimos abrirnos paso disimuladamente hasta la puerta y salir corriendo. Con la tensión, no pudimos mirar atrás para ver si las misteriosas mujeres que regentaban la Iglesia nos perseguían. Sea como fuere, les dimos esquinazo.

El viernes, tras cargar bien las pilas con un "branch", término anglosajón resultante de juntar Breakfast (desayuno) y Lunch (almuerzo), que como se puede intuir, consiste en ponerse hasta el culo de comida por la mañana, dimos un paseito por Berkley y nos preparamos para lo que sería la experiencia más dura a la que jamás me había sometido: ir de compras con mi prima Selia y la Ixus 700 con Irene acoplada. El destino de la misión eran los Outlets, una especie de Factory donde había tiendas descomunales enteramente dedicadas a distintas marcas. Al poco tiempo de llegar, tras salir de la primera tienda, ya se podía ver la transformación de la Irene acoplada a la Ixus. Cual dr. Jekyll y Mr. Hyde, sus ojos se empezaban a adquirir un brillo paranormal, y su comportamiento era cada vez más anómalo. Pese a que habitualmente con los paseos por The City la buena mujer se solía cansar muy rápidamente, aquella tarde parecía haberse inyectado el EPO de medio pelotón del Tour, convirtiéndose en una máquina de comprar que no conocía límites. Por primera vez en su vida, el discurso de "las cosas de marca son iguales que los trapos del mercadillo portugués pero más caros" se evaporó por completo, lo que finalmente desembocó en la compra de doscientos pares de botas Timberland, cuatrocientos pares de zapatillas Nike, miles de ropajes deportivos y probablemente alguna otra cantidad absurda de otra cosa que no me acuerde. Por la noche, allí en Berkeley, con mi madre otra vez en su estado natural, fuimos a cenar todos los españoles del grupillo de Selia y Miwell (padres de Pablo incluídos) a un restaurante etíope, en el que pudimos degustar cervezas africanas (ya solo me quedan las asiáticas para haberlas probado todas, aunque hay que decir que el 92% de todas ellas son belgas) y comer con las manos algunas exquisiteces un tanto peculiares.

Al día siguiente, como era sábado y Miwell no trabajaba, hicimos la segunda excursión del viaje. El destino: Santa Cruz,capital estadounidense del surf y uno de los lugares más genuinamente californianos de toda california, que ya es decir. Tras una parada en un pequeño pueblo llamado Pescadero, con la intención de comer pescado, una idea que al final desechamos por la hora que era. Y por fin llegamos a la mítica Santa Cruz. De cada catorce tiendas, doce eran de tablas de surf y otra de skate, y la que queda era la de Harley Davidson, la única en la que entramos a hacernos la típica foto de guiris. Estar allí era como estar en un capítulo de alguna horrible serie de las que echaban por antena 3 en los noventa y que me tragaba en mi infancia, como Salvados por la campana o California Dreams: todo el puñetero mundo hacía surf, y el que no hacía surf iba en monopatín, y el que no iba en monopatín iba en patines. Había culturistas luciendo su músculo y poco cerebro (Un consejo para los cachas californianos: la crema solar hace brillar también esos biceps de tamaño absurdo y además evita que cogáis ese horrible color cangrejo). Aquel sitio era el idóneo para bañarse de una vez por todas en el Pacífico, y así lo hice. Tal y como sospechábamos, el agua estaba congelada, pero no había recorrido medio planeta para al final no bañarme. Tras la tarde playera, dimos un paseo por el centro, que no era especialmente bonito, pero que tenía una cantidad de zumbados que no era normal, que era el veradero atractivo de la visita. Cuando cayó la noche, volvimos hasta Berkeley para cargar pilas, ya que al día siguiente también teníamos una agenda la mar de interesante y apretada.

El domingo por la mañana, día del Señor, tocaba ir a misa, tal y como obliga la Ley de Dios. Y vaya misa, oigan. Fuimos a una iglesia de Gospel, una de las experiencias religiosas más profundas que puede tener un ateo. Con un coro de 30 personas por lo menos, a los que se le sumaban las voces de todos los asistentes, y una tremenda banda con batería, bajo, órgano, trompeta, saxofón, la misa fué un espectáculo inolvidable. El buen rollo que se respiraba no tenía nada que ver con el casposo olor a naftalina de las viejas franquistas que llenaban las iglesias de mi barrio madrileño cuando me daba por ir de pequeño, y el discurso que el predicador soltaba entre canción y canción estaba a años luz de las habituales tonterías de la fé y los enfermizos discursos reaccionarios de las misas católicas a las que estaba acostumbrado. Allí parecía que entendían un poquito más el mensaje de Cristo, y el discurso era principalmente social: se hablaba de ayudar a los demás, del amor al prójimo, del respeto, de la tolerancia, y casi todo lo hacían cantando. Además, se rindió homenaje a una adorable viejecita, una mítica activista social ligada a los Panteras Negras, que estaba de cumpleaños. Definitivamente, la religión en San Francisco no tenía nada que ver con la religión en España.

Tras la misa, hicimos la última gran visita que teníamos pendiente en The City: el mítico Golden Gate, rebautizado por la Irene acoplada a la Ixus 700 como Golden Gay. Pese a que no es un puente demasiado grande, las vistas a la bahía eran espectaculares, y además pudimos ver a un temerario que la atavesaba con una tabla de Windsurf, algo habitual al parecer, pero no por ello menos peligroso. A la hora de comer, fuimos de nuevo hasta la zona del puerto de San Francisco, donde vimos a las famosas focas que vigilan el puerto de las invasiones extraterrestres, y nos pusimos hasta las trancas de cangrejo, plato muy típico al parecer. Por la tarde tocaba ir a la famosa isla de Alcatraz, que preside la bahía de San Francisco, y que es famosa principalmente por albergar una de las cárceles más míticas de la historia contemporánea, sino la que más, por la que pasaron temibles criminales de la talla de Al Capone. La isla estaba convertida en Museo, y según llegábamos ibamos por una ruta establecida que nos iban soltando en un pinganillo en la oreja. Aparte de las historias de los reclusos, las fugas, la interesantísima vida que llevaban los funcionarios de la cárcel y de de las acojonantes vistas de la ciudad que desde allí había, lo que más me sorprendió de la visita fue la ocupación india de la isla. Al parecer, tras unos años después del cierre de la cárcel, la isla fue ocupada durante más de un año por indios americanos (desde el 20 de Noviembre de 1969 hasta el 11 de Junio de 1971) para hacer una serie de reivindicaciones. Una anecdota la mar de curiosa que desconocía por completo.

Los dos últimos días de nuestro viaje los aprovechamos para terminar de ver cosas en San Francisco y, por supuesto, saciar el potentísimo afán consumista que se te impregna cuando viajas a Estados Unidos. La Irene acoplada a la Ixus 700 aprovechó también para terminar de ver cosas en Berkeley, y yo me dediqué a recorrerme las librerías comprándome todo lo que encontraba relacionado con el desarrollo de videojuegos. El día antes de la vuelta fuimos a comer a un restaurante japonés, y saciamos nuestro apetito con creces a base de pescado crudo. Y así, por fin, llegó el triste día del retorno. Tras un madrugón de tres pares de cojones, que tanto la Irene acoplada a la Ixus 700 como yo nunca podremos agradecer lo suficiente a Selia y Miwell por solidarizarse con nosotros y levantarse también a las 5 de la mañana, partimos de vuelta a Madrid haciendo escala en Nueva York. 24 horas después y con un jet-lag considerable, llegamos por fin a Madrid, donde un público enfervorecido nos esperaba con camisetas de la selección.


EPÍLOGO: En Diciembre de 2007, tras 234 Terabytes de fotos, la cámara Ixus 700 abandonó a la Irene que tenía acoplada. Justo después fue acoplada a una Ixus 900.

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